Siempre he sido de los que cierran la puerta al salir.
Por eso me extraña que la avenida sea
una plancha de espejos
que se cierne contra mi cuerpo
(que se evapora)
en la tórrida espesura de las puertas que se abren,
en los resquicios lúdicos de un ayer
que incluso ayer fue terrible;
pero hoy,
es diamante lijado con los aserrines de mi piel
que se acaba
Hoy siempre ha sido el peor día para vivir.
Por eso clamo a las tres de la mañana
una abulafia de amores muertos
y todas mis asfixias bailan
la percusión de una pantalla que recita
grafemas de quereres viejos, de redes invisibles
desaparecidas
y toda esa oscuridad
pregunta si apareceran mis letras en el mantra de otra cama.
Hoy siempre ha sido el peor día para vivir:
toda la avenida es un amasijo de polvorobsidiana
que me besa las rodillas
y este aire espeso de misterios
hace mucho que no silva presagios en mis venas,
más allá de una estadística polar que me deshiela…
Cada gota de sangre en el camino
es un acercarse al reflejo de las puertas y sus quicios,
como si hubiese olvidado cerrar la llave
y fuera ese mismo cauce en escapada
el que me arrastra a ellas.
Hoy siempre ha sido el peor día para vivir.
Ayer no pesan las piedras ni arden
los grises en la hoguera del mañana,
ayer es la anécdota, los amores desalados,
la fotografía;
hoy son las dendritas temblorosas,
los dientes que se astillan, el hambre
y un ahogarse en este cauce urobórico
que siempre anda hacia la tierra.
Hace muchos años que guío a mi sombra,
hace muchos años que me estoy muriendo,
hace muchos que me sigue
y no he aprendido
nada
como no sea
que unas gotas de limón en el tequila,
o un pedazo de flan en el momento justo
pueden alejarme a la parca del costado.
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