Gerardo decidió un día ya no usar tenis. Ni zapatos ni huaraches: nada excepto el pellejo suave de sus pies de niño urbano. «Te vas a cortar la pata y te la van a tener que amputar» le advirtió su mamá, pero durante un descanso en la escuela se quitó los Converse, los botó al tacho de basura y largó tremenda carrera por el patio: los demás niños lo vitorearon y él corrió celebrando como un héroe de la libertad. Se aguantó las ganas de chillar cuando una taparrosca se le encajó en la planta y casi no gritó cuando pisó el concreto hirviendo del patio. A pesar de haber sido regañado por las maestras y la mamá, su destino estaba sellado: ya era, desde esa tierna edad, el Caudillo de los Descalzos.

Marchó descalzo por los desaparecidos, marchó descalzo contra el calentamiento global y, cuando las máquinas se apoderaron del mundo, marchó descalzo en contra del régimen de Gobernatrón. Sus pies se hicieron de una planta gruesa como suela de llanta, y jamás hizo uso de ningún calzado, excepto un par de pantuflas moradas que en secreto siempre usó por las madrugadas sólo para ir al baño.

Un día Gerardo, siendo ya un respetable anciano y sintiendo cerca la muerte, pidió a su asistente Servotrón que le enterrasen con un buen par de zapatos puestos.

─No quiero irme al cielo y pasar descalzo el resto de la eternidad ─gimió Gerardo.

─Pero, señor ─replicó Servotrón─, estar descalzo es signo de su lucha y de quién es usted.

─Si, pero siempre fue una maldita lata, desde el primer día.

Gerardo falleció la noche de ese mismo día y Servotrón, fiel a su programación de servicio y justo antes de cerrar por última vez el féretro de su patrón, le colocó en privado un par de zapatos cafés, de agujetas finas.

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