Si a una le preguntan “¿que es lo más extraordinario que has visto en tu vida?” Es fácil responder: “Las gemelas Doyle”.

Tenía tres años de enseñar en el Dalton College y ya sabía que tarde o temprano tendría en mi grupo a las niñas Doyle. La clase 4 de primaria estaba integrada por seis varones y 23 gemelas Doyle, todas idénticas hasta en el acomodo del último vello nasal. Las niñas son lindas aún a pesar del uniforme negro obligatorio. En ellas se ven bien los corbatines, los crudos gafetes con sus nombres y las capas para el frío y la constante lluvia inglesa. Cuando están en el patio, moviéndose juntas como una parvada otoñal, acude al espíritu de uno la sensación de estar ante un ejército de preciosas cuervos.

El mayor interés de ellas es ser discretas al respecto de su familia, pero se les puede conocer de persona a persona: Margaret confiesa su gusto por el color violeta, Bertha es aficionada a los pudines de tapioca y Lilly es fervientemente monarquista; mas en cuanto se inquiere por la historia de la familia son elocuentes como lápidas lisas. Los temas grandes siempre permanecen en la penumbra.

La gemelas se entienden bien entre ellas, recuerdo la ocasión en que Daphne y Chloe se acercaron a mi escritorio para relatarme sobre su serie favorita de televisión. Entonces Claire, que miraba melancólica por la ventana, provocó un murmullo de voces de tela al retirarse el moño negro que coronaba su cabeza: todas las gemelas ejecutaron la tarea de retirarse el moño al mismo tiempo en unánime democracia, conservando así el mismo aspecto conjunto. Ellas saben.

En una ocasión encontré a dos de ellas en el pasillo, momento que aproveché para advertirles que habría una junta para padres dentro de tres días. Toda su respuesta fue silencio: Emma y Rachel me miraron con los ojos abiertos y las cejas levantadas, a la vez que varias nuevas caritas blancas se asomaron al pasillo. Me miraban todas como quien arroja alfileres a la piel. “Bien –dijo Emily-, nos encargaremos de decirle a Madre que venga”. Luego, sin esperar más contestación volvieron a su estado habitual, seguido de un cuchicheo muy característico de las niñas. Tres días después vi aparecer a una nueva gemela entrando al salón de junta para padres. Era igual en todo punto, excepto que por una razón indefinida esta niña no parecía joven. Detuve la plática que ya había empezado para preguntarle por su madre o padre. “Yo soy Madre” dijo. No pregunté más, ni ella añadió más cosa.

La gente regularmente deja de hacer preguntas cuando no se reciben respuestas, pero mi curiosidad por ellas crecía con los días. La familia carecía de padre y madre o quiero decir: carecían de una madre convencional, pero si poseían una gran casa amarilla en la que vivían desde hace unos años, según averigüe a partir de seguirlas hasta una de las calles regulares del bajo York. Con algo de trabajo logré entablar conversación con un par de vecinos de la calle, pero tampoco ellos pudieron decirme gran cosa excepto que la familia apreciaba sobre todo su privacidad.

Creo que nunca fue absurdo de mi parte inquirir con insistencia sobre ellas, después de todo 23 niñas, todas idénticas y lideradas por una cría llamada Madre… ¿y qué tal el anhelo rabioso de la soledad, la privacidad y la secrecía? todo eso es algo que no hace sino llamar más la atención. No obstante, las niñas eran notables y a fuerza de querer pasar por discretas, su fama aumentaba.

Alguna vez imaginé que se trataba de alguna clase de androides, productos de algún experimento militar o una empresa, pero fuera de ser muchas niñas iguales y de su comportamiento no había nada más extraordinario en ellas: las niñas Doyle sangran igual que una, las niñas Doyle se ahogan con el agua mal tragada y se enamoran por las razones más absurdas -un rizo sobre la frente, una palabra de siete sílabas-. Normales de polo a polo.

Emily se dio cuenta de alguna forma, supo que las seguía y lo notó a pesar de todas mis precauciones. A veces no soportaba la mirada de Emily, era como si supiera cosas mías, cosas que jamás le había dicho. Soñé con ella en más de una ocasión, sueños con largos interrogatorios en un parque atestado de las niñas Doyle: las niñas en los columpios, en el sube y baja, las niñas negándose a ensuciar su ropa en el arenero. Emily me hacía preguntas en sueños, preguntas en tono casual pero íntimas: mi marido, mi esterilidad, mi profesión, mi dios, mis cintas en el pelo, las windflowers que hacía crecer en el patio de mi casa.

Por mi bien, pues los sueños sobre las gemelas eran ya muy frecuentes, dejé pasar un par de meses para calmar las cosas. Desde luego que también me preocupaba no irrumpir en su vida personal con indiscreta estampida de rinoceronte, asustándolas. Emily no se dirigió demasiado a mí hasta pasados esos dos meses, al cabo de los cuales pareció resolverse y me tomó confianza nuevamente.

Fue un curioso día sin lluvia en el que decidí volver a espiarlas. Estacioné mi auto en una esquina algo alejada de su casa y al cabo de tres horas de espera las vi salir en corrillo, vestidas todas de amarillo. Tuve dificultades para seguirlas cuando abordaron un camión hacia Newcastle y casi les pierdo la pista nuevamente cuando pidieron bajar a la mitad del camino, pues para no delatarme no detuve mi auto justo donde ellas quedaron. Luego de estacionar detrás de una colina no tuve más que buscar una línea movediza de motas amarillas surcando el verde.

A la distancia observé a las niñas jugar como cualquier otra: una hacía guirnaldas, algunas saltaban la cuerda y otras se dedicaban a probar tréboles con una clara afectación en el proceso; la mayoría ocupaba su tiempo viéndose en espejitos de mano. Vi a Emily y a Madre sentadas bajo la sombra de un árbol. Así amarillas como estaban se me figuraron un par de leonas que descansaban al fresco, vigilando a las crías juguetonas.

Emily y Madre, leonas bajo la sombra: atentas y adormecidas hasta que me vieron: voltearon al mismo tiempo hacia la colina donde me encontraba, y a pesar de ocultarme lo más rápido que pude juraría que me vieron. Como leonas: movieron sus orejas acusando un leve, casi insignificante desagrado, el que producen las moscas, por ejemplo. No se molestaron en irme a buscar así que desde otra posición seguí observándolas con fascinación. Al caer la tarde metieron las cosas en sus canastas y abordaron un camión de regreso. Niñas normales.

Nunca las había observado de noche, quería saber qué es lo que hacían, por eso me armé de unas cuantas prendas oscuras y me inmiscuí en su propiedad para mirar a través de alguna ventana. No fue difícil: en casa se perdía todo el hermetismo que las caracterizaba en presencia de alguien ajeno a la familia. En la confianza hogareña las cortinas estaban abiertas,

muy abiertas,

absurdamente abiertas,

cortinas como brazos que se tienden hacia una.

Así descubrí que las niñas viven separadas en recámaras cada una diferente de la otra. Durante mis siguientes visitas nocturnas pude averiguar que tenían por costumbre cambiar de cuarto cada semana, tal vez para no cansarse; suponía que descubrirse exactamente igual a Otra y Otra y Otra, cuando el mundo está exageradamente lleno de Otros completamente iguales y así la hermandad es inevitable, la cosa molesta: la igualdad lima tus aristas y te da una personalidad esférica, roma de todo punto, carente del defecto al cual asir el nombre y decir: esta de la cicatriz pringada soy yo.

En todas las habitaciones hay máquinas de coser. Cosen. Hacen vestidos pero no para ellas sino para tener ingresos por medio de alguna actividad que no les implique salir de casa, labor que les es conveniente, pues nadie contrata niñas de cuarto grado, y mucho menos en grupo tan nutrido como el de ellas. No digo que vivan en la pobreza, viven modestamente, apenas para comer y pagar sus pocos entretenimientos, que consisten básicamente en ver televisión, leer libros o jugar entre ellas, diversión de la que gozan por tener la fortuna de ser niñas pequeñas. Disfrutan sobretodo de la satisfacción de verse en el espejo, actividad que tuve que prohibir en clase, por ocupar demasiado de su interés.

Seguro que ya saben que las miro: cada vez soy más cínica y ellas dejan cada vez las cortinas más abiertas, las puertas con los seguros liberados. Una noche vi a Madre bajar al sótano. Busqué alguna rendija que me permitiera observar al interior, pero no encontré nada sino una puerta bien cerrada, cosa que resentí con despecho de enamorada. Regresé a la ventana por la que se veía el acceso al sótano y luego de un rato vi emerger a Madre con una bolsita. No hice más observaciones, pero decidí que si quería saber la raíz de los misterios de las niñas Doyle, tendría que bajar al sótano y buscar. Buscaría mi paz; más que desvelar las intimidades de las Doyle, quería mi tranquilidad.

Me descubrieron, me encontraron husmeando ya dentro de su propiedad. El plan no era malo: me reporté enferma y no fui al trabajo pero ellas sí irían a la escuela, dejando con esto la casa sola y dándome algo de tiempo para allanar. Yo ya sabía que ellas sabían y aún así el plan me pareció de alguna forma lógico… yo había estado revisando los horarios de Madre, ella salía de casa a las once de la mañana y regresaba siempre puntual a las dos de la tarde…

Antes de ser descubierta busqué con la lámpara entre la oscuridad del sótano, pero no encontré nada más que un hueco debajo de las tablas del piso. Cuando abrí el escondrijo encontré una caja fuerte de mucha edad.

– Quizá dentro… -me dije en voz baja.

– No hay nada más que dinero, muy poco interesante -escuché detrás de mí.

Me levanté sobresaltada, pues no había notado la presencia de dos niñas ocultas más allá de la luz de mi lámpara. Emily fue la que respondió a mis cavilaciones sobre el contenido de la caja, niña curiosamente fresca ante la gravedad del asunto. Luego Madre entró a la luz de mi lámpara para que pudiera verla. Madre sonreía de un modo que resultaba familiar, maternal.

Me sentaron en un cómodo sillón de la sala, me dieron té y me ofrecieron biscuits de mantequilla. Ninguna de nosotras dijo nada en el transcurso de la mañana, ellas no se retiraron y yo tampoco. Me levanté del sillón a deambular por la casa, miré cada rincón, cada figurita de cerámica sobre las repisas. Emily y Madre me seguían y autorizaban con sonrisas cada cosa que yo daba en tomar. Tenían una caja cerrada con nada más que un interruptor por encima. Una sonrisa de Emily me autorizó a encender el interruptor y esto provocó que la caja se abriese, dando paso a un bracito mecánico que ponía de vuelta el interruptor en apagado y se encerraba de vuelta en la caja, quedando todo como al inicio.

“Se enciende para apagarse, es una caja inútil”. Todas sonreímos cuando el bracito se asomó levantando la tapa de la caja. Madre preguntó en un susurro “¿Cómo le llamarías a una caja que nunca quiere apagarse?”. Una represa de ideas reventó en mi cabeza, quería responder cosas como: Útero, Vida, Yo, y al final Madre, yo iba a responder Madre tras pensarlo un momento, pero la manija de la puerta principal giró para dar paso a las niñas, que llegaban de la escuela precipitándose dentro de la casa y alrededor mío con cierta agitación.

– Sabíamos que vendrías y ya queríamos verte. -dijo Rose arrojándose sobre mí a ojos cerrados, con sinceridad infantil.

– Guarden silencio un momento niñas -ordenó Madre con cierta dulzura- no abrumen a Lucy.

Todas se apartaron y como trazadas por un compás se alinearon en un medio círculo enfrente de mí. Madre preguntó:

– Queríamos verte, pero ¿qué quieres tu, Lucy?

– ¿Dinero? -preguntó Daphne.

– ¿Entretenerte? -preguntó Chloe.

– ¿Un hijo? -preguntó Emily y esa última pregunta me pulsó agitándome en un sonido menor, muy bajo.

– ¿Qué quieres tú, Lucy? -insistió Madre invitando a todas las niñas a guardar silencio.

No quiero nada, solo es que…

-Que somos veinticuatro gemelas ¿verdad?, – dijo Bertha.

-Si, es eso.

-¿Y quieres saber por qué? – preguntaron animadas todas, relumbrando sus ojos –

-¿Quieres saber cómo?

-¿Quieres saber si nos amamos perfectamente?

-¿Quieres saber si nos hacemos falta?

-¿Quieres querer a Madre?

-¿Y verte en el espejo? – Dijo Emily sobre todas ellas.

    No sé que respondí: fue todo un ligero movimiento de las comisuras de mis labios, un asentimiento imperceptible, una Lucy pequeñita dentro de mí respondió sin pensarlo siquiera.

    Las niñas armaron revuelo discreto levantándose del suelo, dando brincos curiosos mientras juntaban las manos en palmaditas al tiempo que Madre se dirigía hacia las habitaciones superiores. Caminé a fuerza empujada por las niñas, que murmuraban mi nombre entre dientes, me hicieron entrar en la habitación de Madre y cerrando la puerta nos dejaron solas. Afuera, el resto de las niñas martilleaban la puerta a base de repetir “Lucy, Lucy”.

    Madre se acercó al tocador y abrió uno de los cajones mientras soltaba su cabello para cepillarlo ante un espejo gigantesco: este iba desde el tocador hasta el techo, dos cadenas de bronce le sostenían y le daban una peligrosa inclinación hacia una, que se miraba en el espejo y se descubría pequeñita. Minúscula. El espejo tenía un marco de madera tallada en lenguas de fuego dorado y yo parada ahí reflejándome: una ridícula pavesa incandescente en medio de la hoguera solar.

    Miré a Madre cepillarse el pelo absorta en el espejo, repasando cariñosamente su cabello una y otra vez. Sentí que la quilla del cepillo hendía su pelo como un pacífico océano y también quise que mi pequeña cabeza fuese un mar sereno. Miré a Lucy en el espejo: flacucha, un metro sesenta y cinco, pálida, sin hijos y el marido cuyo nombre no puede recordar. Cerré los ojos de Lucy y me llenó una certeza aterciopelada: todo estaría bien.

    Abrí los ojos y ahí en el espejo estábamos Madre y yo.

    Dos gemelas Doyle.

    Dos pavesas flotando a distancia de la hoguera solar del espejo, pero ya éramos dos pavesas, no Madre o Lucy y nada más, sino dos, tres, cuatro, veinticinco pavesas que se aman, que son como esa caja que no quiere dejar de funcionar. Nosotras y el sol sobre nosotras, gigante y mudo.

    Tomé su mano y ella la mía.

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