Llovía cuando el indicador de pulso cardíaco en el smartwatch de Andy, marcó cero. Fue un vertiginoso cero, absoluto. Como primera reacción agitó la mano donde se enroscaba el reloj, comprobó de nuevo la esfera para ver si el indicador había cambiado su valor, pero seguía reciamente clavado en el cero más terminante que hay en la vida.
Llegó a su casa. Sobre la mesa del comedor dejó caer el portafolio, las llaves, la chamarra y el paraguas. Este último chorreaba de agua. Andy lo puso plegado sobre la mesa, pero el agua que contenía se escapó del nylon del paraguas y formó un arroyo silencioso que corrió sobre la madera. Una parte de esa lluvia se metió a los poros abiertos de la mesa. Se trataba de madera muerta, ya el agua le servía para maldita la cosa: hace cuarenta años que no era árbol, sino mesa; pero esta absorbió el agua y se hinchó de gusto. El resto de la lluvia cayó gota a gota sobre la alfombra.
Andy regresó al comedor llevando en la mano una taza de café. Café malo, barato, ese café necio que pinta las paredes de la cerámica y barniza las tripas de millones de obreros cada mañana. Café malo, cumplidor, pero sin las delicadezas del tostado perfecto, el filtrado ideal. Puto café. Andy se sentó en una de las sillas y miró de nuevo la esfera de su reloj: cero. 37 por ciento de batería, 15,000 pasos ese día. Ni una sola notificación de mensajes. Cero mensajes. En la bandeja de entrada ni siquiera había spam comercial. Nada.
Agitó el reloj por la correa, se lo puso de nuevo pero nada. Se acercó el dispositivo a la oreja, intentó escuchar dentro, como si se tratase de un reloj de mecanismos, esos que latían al ritmo de resortes y balancines, el ruido clásico del paso del tiempo. Pero nada, obviamente, excepto por un casi inaudible pa, pa, pa, un ligero golpeo constante. Aguzó el oído: el sonido no venía del reloj, sino de las gotas de lluvia que caían desde la mesa y sobre la alfombra. Andy reconoció esa agua: venía del paraguas.
Durante un segundo sintió el impulso de quitar el paraguas y secar la mesa con un trapo. Pero… no, se recargó sobre el respaldo de la silla, tomó un sorbo de su café malo malísimo, tibio, ni siquiera frío. Y estuvo bien con todo, con el chorreadero, con el café muerto.
Encendió la tele, puso un capítulo nuevo de la serie que había estado mirando hora tras hora. No comprendió la risa, le confundió, así que puso otra serie, una de detectives sobre la pista de un loco que le quitaba la cara a sus víctimas. Pero tampoco comprendió el dolor. Estuvo bien con todo eso. O, pensándolo mejor, no estuvo bien, pero tampoco mal; no le mereció un segundo de reflexión o un suspiro siquiera.
Fue a la cama y se echó a dormir, cerró los ojos y durmió en ese mismo instante, cayó al fondo de un sueño con ecos de agua quieta. Lo despertó el sonido de la alarma programada en el reloj. Fue al comedor, apagó la alarma y vio que no necesitaba orinar. Estuvo bien con eso. No se estiró, no bostezó. Se sirvió una taza de café malo, frío.
Al salir de casa se cruzó con Andrea, la vecina:
-Hola, Andy.
-Buenos días, Andy.
Un recuerdo le vino desde muy profundo, era un vestigio genital que decía algo sobre Andrea, pero era aquella una fiebre ahogada que flotaba boca abajo sobre el lago quieto de su lujuria. Quizá él la deseó antes, ayer, pero ahora no. La saludó con la cordialidad con que un smartwatch hace sonar su alarma: es un sonido agradable pero no hay ninguna cordialidad en el fondo: suena a la hora programada y nada más.
-Oye, ¿te probarías mi reloj? El contador de ritmo cardíaco no sirve.
-Ahhh, en efecto, no sirve tampoco conmigo.
-¿Crees que tendría que arreglarlo?
-No. ¿Qué caso tiene?
-Ningún caso. Ninguno en absoluto.
-Cierto. Sigue siendo un reloj.
-Cierto.
Andy y Andrea bajaron juntos las escaleras. Al salir a la calle se despidieron, iban en direcciones opuestas. Por un momento, Andrea sintió el impulso de preguntarle a Andy si estaba bien, pero no lo hizo: tenía la certeza absoluta de que su vecino estaba.
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